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A mediados del siglo XIX los últimos historiadores románticos y los primeros investigadores modernos iniciaron una fascinante cruzada: descubrir al mundo los tesoros medievales que aún permanecían ocultos en la España más recóndita. Pequeñas ermitas, iglesias enclavadas en la montaña o monasterios situados en paraísos naturales despertaban ante la sociedad de la época, bajo una novedosa denominación que comenzaba a popularizarse en toda Europa: arte románico.
Provistos de un arma, la fotografía, con un poder desconocido hasta la fecha, fueron rescatadas del olvido y la ignorancia algunas de las obras maestras del primer arte internacional: las iglesias del Valle de Bohí, el monasterio de San Juan de la Peña, la ermita de San Baudelio, la minúscula catedral de Roda de Isábena. Pero al mismo tiempo que resucitaban monumentos de Cataluña, Aragón o la actual Castilla y León, se avivaba a principios del siglo XX el hambre y la codicia de anticuarios y marchantes de todo el continente, at